domingo, 1 de abril de 2007

Pequeña crónica naranja de Alfredo Di Bernardo

PEQUEÑA CRÓNICA NARANJA

El tipo estaba en el súper, haciendo las compras. Iba caminando como siempre, la mitad de la cabeza prestando atención a los artículos que necesitaba y la otra mitad perdida en plena navegación por los alrededores de Saturno. Cuando pasó ante la góndola de las bebidas, pensó en los 48 grados de sensación térmica del día anterior y recordó que se había quedado sin nada fresco para tomar en la cena (fresco y con sabor, claro; la botella con agua no contaba). Decidió entonces llevar una gaseosa que ya estuviera convenientemente fría. Se detuvo frente a los refrigeradores verticales de puerta transparente y, luego de efectuar un rápido sobrevuelo de reconocimiento, sus ojos fueron a estrellarse contra una botella que, rompiendo la uniformidad del conjunto, erguía con plástico orgullo sus dos litros y cuarto de placer anaranjado. No es que el tipo volviera a verla después de mucho tiempo. No fue lo mismo que si le hubiese ocurrido el prodigio de reencontrar, digamos, un envase de Pomelo 12 o de Spur Cola (de hecho, él veía botellas iguales a ésta todas las semanas, cada vez que pasaba frente a la góndola de las bebidas). Sucedió, más bien, que de golpe, así porque sí, lo tentó la idea de volver a probar, después de casi treinta años, el sabor de esa gaseosa cuya sola mención lo conducía invariablemente a remotas regiones de su infancia.
Abrió la puerta y rodeó la botella con su mano. La brusca sensación de frío en la palma se le mezcló con una duda inquietante. ¿Y si al tomarla descubría que ahora no le gustaba? Podía ocurrir que ya no la hicieran con el mismo sabor de antes. O que la siguieran haciendo igual, si, pero que el paso del tiempo hubiese alterado su paladar de manera imperceptible. "Ningún hombre baña sus labios dos veces en la misma gaseosa", se dijo, e imaginó que ninguna empresa del rubro habría contratado a Heráclito como creativo publicitario. Decidió disolver los temores. Cargó la botella en el canasto y se fue para el sector de las Cajas.
Mientras aguardaba su turno para pagar, pensó que nadie podría acusarlo de ser un consumidor compulsivo, vulnerable a las estrategias de mercado. Y es que esa marca no era tan popular como las otras. No aparecía auspiciando megarrecitales de rock, ningún equipo de fútbol llevaba su logo estampado en la camiseta; ni siquiera se la promocionaba mediante comerciales en la tele. Seguía siendo una especie de cenicienta en el reino de las gaseosas, la eternamente relegada, ésa que los clientes de los bares beben sólo cuando el mozo les informa amablemente que allí no sirven la que ellos acaban de pedir.
El tipo era incurablemente ansioso pero no por ello era un descontrolado. Sabía administrar su ansiedad; no le gustaba que el acoso de lo pendiente condicionara sus pequeños placeres cotidianos. Lo volvían loco las demoras provocadas por el azar o la voluntad ajena, pero encontraba cierto delicioso goce en postergar brevemente la concreción de ciertos deseos. Así que lo primero que hizo al volver a su casa, fue poner la botella en el congelador para desagraviarla del calor infame que la había maltratado en el trayecto. Después, prendió el ventilador, sacó el resto de los productos de las bolsas y se dedicó a acomodarlos sin mayor apuro en sus lugares. Fue al dormitorio, se quitó la ropa transpirada y se puso a ordenar el dinero. Dio un par de vueltas por la casa sin hacer nada en particular, y quiso seguir desviando su atención hacia otros asuntos pero comprobó que era imposible: ya no aguantaba más. Volvió a la cocina, abrió la heladera y sacó la botella. Estaba realmente helada. La apoyó en la mesa y la destapó con cuidado para evitar que la presión del gas generara un enchastre inoportuno. Respiró hondo y se llevó la botella a los labios. La fue empinando de a poco, hasta que sintió el dulzor anaranjado cosquilléandole en la boca. Y cuando el líquido empezó a circular por su garganta, el pasado se le vino encima como una ola mansa y refrescante: un atardecer soleado y caluroso, el puesto de bebidas en la playa, su papá alcanzándole la botellita de vidrio, él bebiendo su naranja con una pajita, una vaga sensación de alegría perfumando la escena. Alargó el trago lo más que pudo, como hacía siempre que tenía mucha sed. Lo alargó hasta que sintió que empezaba a ahogarse. Entonces, bajó bruscamente la botella y tomó aire, como quien regresa a la superficie después de haberse sumergido bajo el agua más de lo conveniente. Algo agitado, contempló el envase con gratitud y sonrio satisfecho. "Sigue tan rica como siempre, la Mirinda", dijo en voz alta, y se apresuró a guardar la botella de nuevo en la heladera.

Alfredo Di Bernardo
alfdibernardo@ciudad.com.ar

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