domingo, 1 de abril de 2007

Un texto de Eduardo Lucio Molina y Vedia

La jauría


–¡Anacleto! ¡Anacleto!– azuzaba la pandilla de niños perversos al barrendero del Mercado Viejo.
–¡Qué miieeerda quieren...!– aullaba el anciano de voz aguardentosa, dándose vuelta hacia nosotros, tras detener su estéril esfuerzo por separar la grasa pegada al piso de baldosas acanaladas. Era una capa viscosa de sebo que formaba ya parte del suelo y, ablandada por los chorros de la enorme manguera, volvía resbaladizas sus botas de goma.
–¡Qué miieeerda quieren...!– repetía, alargando la sílaba tónica hasta darle especial dramatismo y expresión a la escena. El grito sonaba a insulto pero ocultaba un soterrado matiz implorante.
Éramos chicos y en grupo nos volvíamos oscuramente crueles. Tanto que nos bastaba gritarle su nombre y señalarlo para sumirlo en la burla y la humillación.
Llevaba sobre su cuerpo, aún fornido, la sucia ropa andrajosa que en aquella época marcaba su oficio y lo trabajaba por dentro una sombría desgracia, una desesperación sin nombre que no le daba resuello.
Yo iba con el grupo de “los reos de la placita” como los llamaba mi madre, en un tono que quería ser cariñoso, sin saber que algunos terminarían pronto baleados o en la cárcel por delitos menores.
Era el hijo del arquitecto del barrio, con chapa en la puerta y jardín.



Eduardo Lucio Molina y Vedia
eduluc_2000@yahoo.com.mx

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