martes, 14 de abril de 2009

Silvia Loustau: El huésped



El huésped (*)

No recuerdo el día exacto en que llegó a casa. La casa grande, cerca del río, en San Isidro. Con mi hermana lo empezamos a presentir. Suponíamos que lo había traído papá. A veces creíamos que lo habían dejado abandonado en el jardín. Pero depuse se impuso, como un huésped más, de tantos que venían a casa. Se impuso cuando cerraron la puerta del cuarto de servicio, donde había un amplio placard dentro del que mi hermana y yo jugábamos a la cueva secreta. Ese cuarto en el que Sofía, de apenas cuatro años, pintaba con crayones, mientras yo leía historietas.


Al principio no supimos qué era. Imaginábamos un duende silencioso, acechando; acechando tras alguna puerta. Nuestra vida parecía normal. Lo único que nos diferenciaba de otros chicos era la cantidad de tías y tíos que solían pasar algunos días en casa. Cuando ellos estaban algo caminaba por la garganta de los mayores. Susurraban en vez de hablar. Se encerraban a conversar, y si de pronto mi hermana o yo entrábamos se hacía un silencio súbito. Si estaba papá levantaba una ceja y dejaba el mate o el pocillo de café en suspenso. En esos momentos se oía su aleteo.


Algo había en la casa que se podía palpar. Lo sentíamos Sofía y yo, mamá y también Papá. Vivir de esa manera era como vestir una túnica helada y nadie puede entender como es si no se la ha probado. Y aún después de probarla es difícil de contar. Todos habían cambiado. Mamá estaba más nerviosa, de pronto nos retaba y de inmediato nos abrazaba hasta cortarnos el aliento. O lloraba por cualquier cosa, al escuchar alguna noticia, porque papá volvía del hospital mas tarde de lo acostumbrado.


Papá también cambió y él que siempre nos explicaba todo comenzó a decir: no preguntes más o ya lo vas a entender. Sofía empezó a llorar por las noches y a mojar la cama. O se enfurecía, porque mamá cerraba la puerta del baño para ducharse, entonces Sofía lloraba y golpeaba la puerta gritando : abrime, mami, abrime. No te vayas, mami. Y entre el llanto y los mocos aparecía el pis. Mamá la abrazaba, murmurando: no te asustes, mi chiquita, no te asustes. Recuerdo que Sofía me daba mucha pena. Porque desde mis siete años su temor parecía mucho más grande que el mío.


Y algunas noches la imaginaba durmiendo con eso, o que quizá la espiaría desde detrás del sillón o aparecería debajo de su cama y con una mano muy fría le apretaría el cuello hasta ahogarla o hasta que mojara nuevamente la cama.


A menudo nos enviaban a jugar con Manuel, el hijo de nuestro vecino. Teníamos la misma edad. Una tarde mientras jugábamos le pregunté si él tenía miedo. Contestó que sí. Que por las noches. Que él creía que el miedo salía a dar vueltas por las noches. Que a veces te podía esperar con ojos refulgentes en medio de la oscuridad o dentro de un placard. Esa misma noche, cuando todos dormían, fui a la habitación de Sofía y me acosté a su lado. Juntos. Como cuando éramos chiquitos y nos ponían en la cama grande de los abuelos. Pero no siempre podía ir hasta el cuarto de mi hermana, porque a veces sentía eso parado cerca de la puerta. Su sombra enorme, enorme. No me dejaba pasar. O sentía su respiración, pegajosa, resoplándome en la nuca. Entonces era yo quien se despertaba llorando. Ahogado. Mamá entraba en mi cuarto y mientras me calmaba le decía a papá: son pesadillas, son malos sueños. Pero papá contestaba: no, es el asma.


Nos gustaba ir a jugar a lo de Manuel. No sólo por las hamacas que había en el jardín, sino porque su papá, que era aviador, poseía una colección de aviones en miniatura. Los días lluviosos nos permitían jugar con ellos. Recuerdo en especial una tarde en la que el papá de Manuel estuvo un largo rato con nosotros. Nos explicó las diferencias entre los modelos y nos preguntó, a Sofía y a mi , si nos gustaba volar. Sonriendo cargó a mi hermana sobre sus hombros y nos prometió que un día nos llevaría en un vuelo. Cuando el cielo estuviese claro. Sin nubes. Y qué pequeñita veríamos la ciudad de Buenos Aires y que ancho, ancho era el Río de La Plata visto desde lo alto. Y que si el cielo estaba muy, muy claro- agregó- se nota donde el río se une con el mar. Y recuerdo a Sofia. Riendo sobre los hombros del papá de Manuel y pensé que ella debería creer que si volábamos muy alto dejaríamos abajo las pesadillas y los aleteos extraños.


Una mañana mamá nos despertó muy temprano. Agitada. Mientras peinaba a Sofía nos dijo que nos íbamos por unos días al campo, a casa de los abuelos. Que no me preocupase por las clases. Que me vistiera rápido. Que no, no podía despedirme de Manuel. ¿ Y papá? ¿Y papá?. Se había quedado a dormir en el hospital porque el tío José había tenido un accidente. Que luego iría para el campo. En unos días. Cuando nos sentamos a la mesa algo punzante y helado se sentía en cada sorbo de café con leche. Estaba también en las manos de mamá, que temblaban levemente, cuando le alcanzaba galletitas a Sofía. Yo miré los bolsos, ya listos, y supe que aquello innombrable estaba guardado, como un frío pañuelo blanco, entre cada una de nuestras prendas.


Cuando la casa fue quedando atrás tomé la mano de Sofía y pensé que quizá ahora no iba a mojarse más la cama. No. En la casa de los abuelos no. Todo volvería a ser como antes. Como antes de la llegada de aquel huésped de quien no sabíamos el nombre.


Y esta noche mientras mi hija recién nacida duerme junto al pecho tibio de mi mujer, veo aparecer en la pantalla del televisor al papá de Manuel. El papá de Manuel que llora. Casi babea. Mientras relata que él manejó aviones sobre el Río de La Plata y se disculpa diciendo que él solo manejó los aviones. Yo no tiré nunca un cuerpo- agrega- nunca un cuerpo. Y lo repite una y otra vez.


Entonces pienso en mamá, a la que algunos creían loca, como la Ofelia de Shakespeare, arrojando claveles rojos al río, para los cumpleaños de papá. Y pienso en Sofía, que nunca quiso volver a Buenos Aires. Y siento otra vez, en mi nuca, la respiración del miedo. El miedo. El llanto y las manitos moradas de mi hermana. El asma. Y vuelvo a observar el rostro tenso, los ojos vidriosos del padre de Manuel. Y comprendo que el miedo está allí. Sentado con ese hombre que llora. Casi babea.


Silvia Loustau
http://www.silvialoustau.blogspot.com/

(*) Este cuento obtuvo en octubre del año pasado el 1º Premio Nacional Narrativa auspiciado por la Universidad de Córdoba 2007. Acaba de llevarse al cine en un cortometraje que será presentado el próximo sabado 25 de abril en la sala de "3 al cubo", de la Ciudad de La Plata, en la cual ha sido realizado.

2 comentarios:

Silvia Loustau dijo...

Gracias Anibal, por publicar el Huesped. sabés que parte de mi dolor está ahí. Un abrazo enorme,


Silvia

Marta Raquel Zabaleta dijo...

Es que ese 'huésped' parece ser utilizado por los políticos de muchos colores. Y en todas partes. Pobres los/as quienes tienen miedo; son sus mejores aliados.
Corre el perro de Kennedy tras de Obama, mientras Obama, que ya nos creó varios enemigos terribles, tiene miedo de creérselo.
Por eso se fue a dar un discurso al frente de su guerra, para perderle el miedo?
Como Brown, que (per)jura ante la TV más democrática del mundo, por definición,-aquella tan transparente como sus mentiras-, que saca sus tropas de Irak ya, minestras manda, para sacarles el miedo de perder su capital a las urracas que descienden allí.Mandelson y su comitiva de 200 empresarios británicos (tal vez, eso lo dice la BBC),listos a reconstruir el 'paraíso de la inversion': Irak.
La vieja técnica de invadir (restaurar la democracial), destruir(liberar), sembrar el miedo (dividir al pueblo)y luego re- construir (invertir con maximas tasas de ganancia), y eso sin contar que casi se les olvidan de que apostaron a controlar el costo del petróleo y casi perdieron, como al precio dela heroína en Afganistán, y que deberían haber bajado en todas partes el precio al/a consumidor/a del petróleo y sus derivados, pero los aliados y sub aliados tienen miedo (Francia, etc) de no ganar mas que los otros.Y viceversa.
Y qué hubiera pasado si, como bien lo plantea Galenao, que desde el comienzo de la feroz última dictadura dijo que nos controlaban con el miedo. Qué cosa, si no se nacionalizaran las pérdidas de los bancos sino que se erradicara con ese dinero a la pobreza a nivel mundial? Uy, que miedo! que haría el capitalismo sin los pobres? que harían los/as ricos/as si ya no hubiera inseguridad, ni deuda pública pendiente, ni se necesitaran sino unos pocos policías decentes y no se justificarían ni los ejércitos y se acabarian muchas guerras, y... ni mediocres ladrones que se robaran la banda y el bastón presidencial.Se la regalaran a... ( autocensurado)

Pero ese miedo que llegó para quedarse en muchos/as.
Ese miedo es nuestro peor enemigo.
Y por eso te abrazo, porque no has perdido ni el dolor, ni la memoria, hermana, pero has desafiado al miedo.

Marta Zabaleta
Londres.