lunes, 22 de marzo de 2010

Alfredo Di Bernardo: Teoría de los pararrayos



La siguiente no es una hipótesis con pretensiones científicas. Tampoco una especulación meramente literaria. Se trata de un intento acaso descabellado de ordenar en palabras una impresión que me sobreviene de vez en cuando, sólo para buscarle mediante la escritura un sentido posible, una significación -tal vez ilusoria- que la vuelva razonable.
Para plantear la cuestión debo partir de una premisa inquietante pero irrefutable: vivimos acechados constante y sigilosamente por la tragedia. Si se me permite y perdona una metáfora tan elemental, podría decirse que la vida consiste en atravesar un bosque recorriendo un sendero en cuyos márgenes, oculta entre el follaje, mora una criatura impredecible que, a cada rato, puede irrumpir en nuestro camino y arrastrarnos sin previo aviso al territorio del dolor y el espanto. Un ser que no es maligno ni deliberadamente cruel sino tan sólo irreflexivo y ciego, lo cual lo torna sin dudas mucho más temible. Sabemos de su existencia, sí, pero en cierta forma nos comportamos como si no lo supiéramos. Y es entendible que así ocurra: quizás esa negación sea el único medio con que contamos para no quedar paralizados por el miedo en mitad de la travesia. Sabemos también que estamos expuestos a ese peligro en forma inevitable, pero ese saber no suele ocupar nuestros pensamientos cotidianos. Es un saber que opera como un trasfondo imperceptible de nuestros actos, algo que permanece latente, quizás aun más latente que la certeza de nuestra propia finitud. El costado terrible de la vida, la dimensión horrorosa que ésta puede adquirir en cualquier momento, son confinados al rincón más recóndito de nuestra conciencia. Sabemos que la criatura anda suelta pero si no pensamos en ella es como si no existiera. Y si no existe, estamos a salvo.
El recurso es válido y funciona con suma eficacia. Pero un buen día llegan hasta nosotros aciagas noticias y las defensas erigidas manifiestan de golpe toda su endeblez. Un tío sufre un infarto, al hijito del vecino le diagnostican una enfermedad terminal, un amigo tiene un grave accidente con el auto. un compañero de trabajo o de juerga se muere. Primero es la incredulidad, el cómo puede ser si estuve con él la semana pasada; después la consternación, esa presencia opresiva en el pecho que recorta de nuestro vocabulario toda palabra que no esté manoseada por los lugares comunes. Y entonces, experimentamos un fenómeno cargado de ambivalencia. Por un lado, la certeza de que esta vez la bomba estalló muy cerca, más de lo habitual, la atemorizante comprobación de que en la lotería metafísica que rifa desgracias teníamos un número demasiado parecido al que salió sorteado provoca en nosotros -los que seguimos sanos, los que seguimos vivos- el retorno brutal de lo que había sido relegado, la reaparición de nuestro desamparo esencial ante la fragilidad de la condición humana. Y simultáneamente, está el alivio algo culposo de saber que el espanto nos ha rozado sin lastimarnos, la comprobación egoísta y tremenda de que al dolor se lo llevan otros a quienes, por unos días, unos meses o tal vez para siempre, la vida se les pondrá patas para arriba mientras que nosotros continuaremos atravesando el bosque por el sendero como hasta ayer, con normalidad, con la misma aburrida y maravillosa normalidad de todos los días.
Es en momentos así cuando me sobreviene esa impresión de la que hablaba al principio. La proximidad de ese sismo existencial que sacude la rutina de los otros me conmociona, y no puedo dejar de sentir que esa persona que acaba de ser agredida por la muerte o la enfermedad ha actuado como un pararrayos, atrayendo hacia sí una energía destructiva que andaba circulando en el ambiente y que bien podríamos haber sufrido aquellos que, de un modo u otro, tenemos una conexión con la víctima providencial. Siento que de alguna incomprensible manera, sin ninguna intención, sin vocación de sacrificio, sin la menor predisposición natural al heroísmo, esa persona nos ha salvado. Somos afortunados; nos ha sido concedida una prórroga durante la cual no moriremos, no nos sucederán cosas terribles. Como si hubiera un sistema de cupos para la tragedia, distribuidos vaya a saber con qué antojadizo criterio, y esa desgracia cercana pero ajena hiciera disminuir de manera considerable las probabilidades matemáticas de que, al menos por cierto tiempo, la criatura la emprenda con nosotros.
Es muy posible que estas sean divagaciones sin fundamento, más próximas al pensamiento mágico que al reino de las verdades objetivas. Imposible conocer cómo funcionan realmente estos asuntos. Quizás termine de atravesar el bosque y me muera sin saberlo. O quizás lo comprenda todo, de una vez y para siempre, el día en que me toque a mí ser el pararrayos de otra gente, el garante inconsulto de su salud o su supervivencia.

Alfredo Di Bernardo
Crónicas del Hombre Alto (n°59)
http://cronicasdelhombrealto.blogspot.com/

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